
La vida es una continua y absurda decepción. Las relaciones personales no dejan más que la huella leve de un deseo frustrado. Esperamos de los demás algo que no son, una proyección de lo que somos o, más bien, de lo que nos gustaría ser. Pero las personas somos como somos, y la esencia no puede perderse nunca. Ellos, los demás, también esperan de mí algo que nunca seré. Y así, nos vemos todos envueltos en una espiral de recíprocas decepciones.
Lo triste es que algunas veces bastaría con levantar la vista y ver más allá a la persona que está enfrente, que nos llama con un gesto, una mirada... pero el ego no nos lo permite.
Toda mi vida me han reprochado el ser "de pocas palabras". El problema es que quienes lo hacen aún no se han dado cuenta de que no siempre las necesito, a pesar de ser la palabra el único arte que entiendo y que me entiende a mí. El tiempo que me ahorro malgastando palabras baldías, lo invierto en observar a aquellos que están cerca, para saber cuándo necesitan que les tienda una mano. Supongo que gran parte de esos gritos callados de la gente escapa a mi intuición, convirtiéndose en nuevas decepciones que alimenten ese bucle de mutuos desengaños.
Sé que no he nacido para ser alegre, pero es en las pequeñas cosas donde encuentro mis momentos de felicidad. Y no todo el mundo sabe cultivar esas pequeñas cosas, detalles que podrían hacer cambiar en un instante una lágrima por una sonrisa, y ver, como me ha dicho alguien hoy, "esas preciosas medias lunas que son tus hoyuelos cuando ríes".