viernes, 14 de marzo de 2008

Una mañana cualquiera, en un tren cualquiera, unos ojos cualesquiera

Cada mañana desde hace unas tres semanas me subo al mismo tren, dirección Martorell. Cada mañana, a las 7:24, otras muchas personas hacen lo mismo. Al entrar en el tren atestado de gente desde el gélido amanecer, se me empañan las gafas. Nunca hay asientos libres, así que me quedo de pie haciendo los sudokus diarios de un periódico gratuito. No me importa, porque sé que dos paradas después el vagón se quedará casi vacío y podré elegir el rincón más solitario para poder sumergirme en el libro de turno. Desde el primer día me sorprendió cómo se podía reunir en un sólo lugar gente de orígenes tan dispares. Chinos, ecuatorianos, senegaleses, indios, peruanos, marroquíes, catalanes, rumanos... todos compartiendo un mismo destino: Sant Cugat, posiblemente para trabajar en cadenas de montaje en fábricas. Un amalgama de colores entrelazados en los asientos del tren. Algunos dormitan con la cara pegada al cristal, aquellos para los que el idioma no es una barrera hojean el periódico, de fondo el rumor de un Babel contemporáneo. Todos llevan una mochila o una bolsa de plástico, en la que intuyo que llevan el almuerzo preparado la noche anterior. Casi todos cubren su cabeza con una gorra o un gorro de lana, aunque dudo si será para protegerse del frío de la mañana o por exigencias laborales. Esta estampa siempre me pareció de una gran belleza. Aparte de eso, nada tenía de especial este ritual diario hasta esa mañana, no recuerdo exactamente cuándo, un día cualquiera. Levanté la vista y miré hacia el final del vagón. La escena que se presentó ante mis ojos me conmovió enormemente. Aún no sé por qué, creo que fueron aquellas miradas que se cruzaron con la mía (la mayoría de las que se encontraban en mi campo de visión, puesto que era prácticamente la única mujer del vagón y mi ropa no parecía la de una trabajadora más, así que captaba fácilmente la atención). Todas tenían un brillo especial, como si en el fondo de sus pupilas escondieran algo sobrenatural. Sobre un mosaico de pieles de todas las tonalidades posibles, aquellos ojos, con un cierto aire de melancolía como incorporado de serie, translucían vida. Mucha más de la que puedo percibir en las miradas de mi cotidianidad. Posiblemente, todos esos ojos guarden una historia que merece la pena ser contada y cuya voz quizás nadie eschuche nunca. Si nuestras fronteras son de mantequilla, me habría gustado saber de qué material están construidas sus almas, sus vidas, sus sueños, sus miradas. Nunca más ha vuelto ha asaltarme esa sensación. Desde esa mañana, todos los días han vuelto a ser un día cualquiera en un tren cualquiera.

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